El silencio no existe, como lo descubrió John Cage cuando penetró una cámara anecoica y el sonido del latir de su corazón casi lo hace enloquecer. En la praxis el gesto de su composición 4’33″ llevó al límite el silencio en la música y su consecuencia, el ambient, el alrededor y lo demás, ilustró la posibilidad del silencio como base sonora, como aproximación al todo y la nada, como una apertura a un universo mayor. Al final de cuentas, en la otredad, el no estar ahí es la única oportunidad para presenciar lo que falta. Al márgen de un caprichoso universo en expansión, o en desintegración, solo queda la radiación cósmica, el frío, el vacío, como espectadores de un silencio intermitente lleno de claros y oscuros.
Si las vejaciones de Eric Satié dieron cuenta de esto con anterioridad, fue más bien como una propuesta estética, acentuada en la magnificación de la brevedad, en la cadencia arrítmica de la belleza en las teclas del piano y su vanguardia. Porque entre el espacio, en la pausa, en el descanso, lo que resulta es una inigualable belleza, una apreciación de intenciones que se sofocan en una intensidad que promueve momentos para reflexionar. Como lo realizó David Sylvian en su Secrets of the Beehive o Talk Talk en su Laughing Stock, piezas monumentales para entender el rock en cámara lenta. Porque más allá del minimalismo, la repetición sensible, lo que se quiere lograr es un enfoque en donde el descenso sea intencional y profundamente vertiginoso, como Miles Davis en el primer corte de su Ascenseur pour l’echafaud o en la totalidad de Cartographies del noruego Arve Henriksen.
El silencio también puede ser sexy, como lo atestiguaron los germanos Einsturzende Neubaten, comprobando que después del ruido, de la violencia, de lo industrial, el rezago del olvido ofrece un borrón y cuenta nueva, dejándose llevar por nuevas caderas tambaleantes y susurros jadeantes. Porque después de la destrucción, después de que el último edificio haya caído, como muestra de audio a samplear, también se cuela la cavilación del silencio.
Si alguien puede ofrecer una narrativa de espacios entre el audio y la imagen en movimiento es David Lynch, que entre secuencias de sueños y despliegues de subconsciente ofrece espacios entre el aquí y el allá. Su Club Silencio en Mullholland Drive es la antesala de la contemplación, la memoria entre la vida y la muerte, “no hay banda, no hay orquesta, todo es una ilusión”. Es una lástima que sus discos de “rock y electrónica” hagan caso omiso a su más grande logro, el uso del silencio como histrión y consecuencia.
Toda visión no dicha, escrita o escuchada es la base de los sonidos del silencio de Simon & Garfunkel, que ocultan la frustación y la verdad de dioses de neón, perdidos en el arrebato del olvido. Y en el entendimiento de lo que el lenguaje no puede codificar, Depeche Mode invita mejor a callar y a disfrutar del silencio, porque las palabras solo pueden dañarnos. El lenguaje es un virus del espacio exterior, como lo definió William S. Burroughs, y el silencio es la mejor defensa.
Y en una afronta directa, como posicionamiento ideológico o intención conceptual, el nombrar como canciones a distintos espacios de tiempo grabado en blanco tiene una gran tradición histórica, que precede y antecede a John Cage, siendo Crass, John Lennon y Yoko Ono los más políticos, Wilco, Boards of Canada y Sigur Ros los más breves, con Télépopmusik, Yves Klein y Milosh como los más extensos.
Quizás la pieza que más ilustra el poder del silencio y la voz como un todo absoluto y misterioso más allá de su verdad científica es I am sitting in a room de Alvin Lucier, quien graba con su voz un párrafo de texto que explica lo que está haciendo, para luego volver a grabar la misma grabación una y otra vez hasta que esas palabras, esa voz, esas cadencias, espacios y pausas se destruyen al irse degradando con cada grabación y se convierten en frecuencias, armonías, ecos y delays de sonido que se expanden en algo nuevo, drones y ambient, la resonancia natural del espacio articulada por la voz y el silencio. Una fotocopia del tiempo, del momento, transformado en memorias irreconocibles.
Y como ironía a la dinámica de teléfono descompuesto de Lucier, lo aleatorio e impredicible del decaeimiento de la tecnología, con esos viejos PBX industriales que disparan llamadas telefónicas fantasmas a desprevenidos usuarios que contestan para escuchar el silencio eterno de la máquina. No son amantes abandonados, ni perversiones atoradas, sino el espectro de la máquina queriendo cantar. Porque el silencio, más allá de amplificar y abstraer el motivo musical de cualquier obra, es la máxima prueba de que alguien o algo omitió sonar intencionalmente, dejando ver que no es el silencio lo que hay que observar sino todo su alrededor.
(Originalmente publicado en la revista Marvin #116, Noviembre del 2013)