Javier Bátiz: el mito y realidad del Rock Tijuanense

Muchas personas dicen que el punto de partida para el rock tijuanense fue el joven Carlos Augusto Alves Santana caminando por la Avenida Revolución, aprendiendo sus primeros acordes de guitarra, en el escenario de un congal, bajo la dirección de su mentor Javier Batiz, que junto con su banda Los TJs ya era un ícono de la vida nocturna de Tijuana a finales de los 50s. Carlos Santana se va con su familia a San Francisco, crea su propia banda allá, toca en Woodstock y se convierte en una estrella internacional, mientras que Batiz se queda en México, se va al centro del país a establecerse y se queda en manos de un destino menos benéfico.

Javier Bátiz pierde la oportunidad de tocar en Avándaro (el Woodstock mexicano) en 1971, en Valle de Bravo, Estado de México. Llega tarde al evento porque anteriormente estaba tocando en un club de la Ciudad de México, en donde trabajaba los fines de semana. Después de eso y por el resto de los 70s, batalla contra las autoridades mexicanas y los medios, quienes bloquearon cualquier cosa, por orden presidencial, que tenía que ver con el nacional del rock, a causa de las imágenes que Avándaro llevó a la televisión mexicana. De acuerdo a las autoridades y los medios, esas imágenes fueron una afronta a la moral de México, en parte gracias a las palabras altisonantes transmitidas a mitad del concierto por miembros de la banda Peace and Love, quienes también eran de Tijuana. La resultante represión a la que el rock se enfrentó en México por los siguientes diez años fue una extensión de la mano dura que el gobierno adoptó para esconder todo lo asociado con la juventud y la contracultura, una política de represión que empezó con la masacre de los estudiantes de Tlatelolco el 2 de octubre de 1968. En esa fecha el gobierno del presidente Gustavo Díaz Ordaz brutalmente reprimió movimientos políticos estudiantiles.

Este mito, dependiendo a quién le preguntes, es lo que hace a Javier Bátiz un héroe o víctima por quedarse en México y hace de Carlos Santana una especie de desertor o héroe migrante del American Dream, ilustra las dificultades a las que se enfrenta alguien de Tijuana, desde ese momento y por el resto de sus vidas, que intenta hacer del rock una forma de vida.

La verdad es que, aunque mucha gente considera a Carlos Santana como tijuanense, él nació en Autlán de Navarro, en el estado de Jalisco, y aprendió a tocar la guitarra con su padre, el líder de una banda de mariachi, cuando tenía ocho años de edad. Aunque su fase formativa como guitarrista de rock sí sucedió en los clubs nocturnos de Tijuana, su progreso posterior como artista corresponde más al momento histórico de los últimos años 60 en San Francisco que a su breve estancia en Tijuana. Santana, tal vez, es el único rockero mexicano que ha podido trascender, artísticamente y comercialmente, no solo fronteras sino también culturas.

Por su parte, Javier Bátiz, a pesar de ser considerado por un grupo iluminado de fans como uno de los arquetipos del rock mexicano, únicamente encontró frustración cuando trató de presentarse como “artista” dentro de las nociones formulaicas que los medios mexicanos y las compañías transnacionales de música tenían acerca del rock. Aunque el rock fue una fuerza en la cultura pop de los 60s en México, el modelo que Bátiz seguía – cantar canciones originales, tocar en vivo, y tocar un rock auténtico influído por el blues Afro Americano – no era compatible con la cultura de hacer covers de ya conocidas canciones y tocar con pista, estándares impuestos por los medios en esa época.

A pesar de los esfuerzos de Javier Bátiz para introducir en México el más auténtico rock posible – sin venderse a los caprichos de algún ejecutivo de equis o tal compañía disquera – su discografía de esa época es casi desconocida hoy en día, y sus grabaciones más recientes fueron editadas por un sello independiente con una distribución limitada en México. Hoy a Javier Bátiz se le puede ver regularmente en presentaciones, dando clases de guitarra en instituciones culturales, fiel al espíritu al que no ha renunciado. Junto con su hermana, Baby Batiz (una de las primeras mujeres rockeras, mucho antes que Alejandra Guzmán, Gloria Trevi o Julieta Venegas), sin duda representa una época primordial de originalidad, al borde de la innovación – o al menos por intentar introducir nuevas formas musicales en México – algo que siempre ha sido recibido con hostilidad o desaprobación por el mainstream de la sociedad mexicana.

Sin una grabación representativa de su carrera, sin canales efectivos para distribuir su música independiente, y con la inadecuada infraestructura del país para apoyar la cultura del rock, es muy difícil llegar a un veredicto sobre Bátiz. Dadas las brutales condiciones impuestas a los medios de comunicación después de Avándaro, sería muy injusto reducir su carrera a una anécdota o a una simple reflexión cultural. Sabiendo que su asociación con Carlos Santana es, tal vez, una de las situaciones más afortunadas y menos afortunadas para su carrera, ya que en este punto resta el pesado juicio del “qué hubiera sido” si las condiciones en México hubieran sido diferentes o si Bátiz hubiera seguido a su “estudiante” a los Estados Unidos. De cualquier manera, la posición que ocupa Bátiz en la historia del rock tijuanense, al lado de Lupillo Barajas (Tijuana Five) y Martín Mayo (El Ritual), es invaluable e innegable.

Texto publicado originalmente en inglés:

Strange New World: Art and Design From Tijuana (MCASD, 2006) y reproducido en Tijuana Dreaming: Life and Art at the Global Border (Duke University, 2012).


Posted

in

by